viernes, 23 de agosto de 2019

Algo termina, algo comienza

Si aquel día, después de caer la noche, alguien se hubiera arrastrado furtivamente hasta aquella torre, erigida, desafiante, tratando de arañar las nubes con sus garras. Si alguien hubiera conseguido sobrevivir al fiero oleaje y a la vertical ascensión de la roca. Si hubiera trepado, alcanzando la entreabierta ventana, habría visto en su interior, bajo la escasa luz de una única vela, un pequeño papel que se agitaba frente a ella. Habría visto también a un hombre a medio vestir, que asía ese trozo de pergamino con fuerza, hasta casi hacerlo crujir. Hubiera distinguido como éste, bajo el amparo de la privacidad de sus aposentos, dejaba entrever sus dientes. Habría visto también como éstos brillaban con especial fulgor, mientras sus verdes ojos releían una y otra vez las escasas líneas. Habría oído, quizá, si pegara la oreja al cristal, como una pequeña carcajada despertaba en lo más profundo de su vientre, aunque nacía murmullo ya en la boca.

Pero aquello no habría sido posible. Nadie podía verle. La torre formaba parte de una fortaleza inexpugnable, impenetrable, invicta durante siglos. Nadie podría haber ascendido por la Roca, nadie habría alcanzado jamás la ventana ni habría podido atisbar lo que al otro lado de ella se acontecía. Nadie, pero no nada. Algo sí lo había logrado. Algo había llegado hasta la cornisa, se había posado sobre la piedra y esperado a ser recibido. Algo que portaba un mensaje, uno que había sido leído hasta la saciedad. Palabras que habían llegado prestas, obviando al maestre, directamente a sus manos. Palabras que habían despertado al león durmiente bajo la Roca.

— Oye mi rugido. — susurró a la nada.