Su hogar siempre fue el camino.
Sus padres pertenecían a una troupe
itinerante de artistas que formaban una gran familia. Nunca había conocido el
calor de una casa, ni la amistad duradera, pues no permanecían en un mismo
lugar más de una semana. En carromatos, visitaban pueblos a lo largo y ancho de
Inglaterra y ofrecían sus espectáculos. Tenían un mecenas noble que le servía
de acreditación para actuar por todo el país, pero aún así no gozaban de buena
reputación. Se dedicaban a actuar en espectáculos sobre obras clásicas, en
tocar en tabernas y fiestas populares, pero seguían cargando sobre sus hombros
la inmerecida mala fama de liantes y estafadores que muchos falsos músicos
itinerantes le habían otorgado.
Jaskier aprendió a cantar y tocar el laúd
casi antes que a hablar. Sabía larguísimos discursos y conversaciones que debía
memorizar para las actuaciones. Su vida giraba en torno a los escenarios, el
teatro y la música. Era incapaz de concebir una vida sin ella: sin música no
era más que un cascarón vacío.
Si con la mala fama acumulada a lo largo de
los años no fuera suficiente, la troupe itinerante de Jaskier ganó un nuevo
enemigo, mucho más poderoso que las miradas furtivas y desaires de los
pueblerinos. Uno de los sectores más conservadores de la iglesia anglicana
comenzó a ver con mal ojos la labor de estas compañías de músicos. Consideraban
herejía la mayor parte de su repertorio e inadecuado, como poco, el resto. Por
ello, por esa época, comenzaron una persecución religiosa en contra de estos grupos.
Al principio fue una operación casi furtiva, pero cuando las piras donde
quemaban a brujos y herejes se acumulaban en los caminos, conforme fueron
ganando simpatizantes entre el pueblo llano, ese sector de la iglesia fue
ganando poder hasta llegar a no ocultarse nunca más.
Con lágrimas en los ojos tras haber visto
arder a la mitad de su troupe, Jaskier consiguió escapar con la ayuda de sus
padres. Estos no pudieron acompañarle y el joven no quiso abandonarlos, pero el
miedo lo poseyó cuando descubrieron la huida, echando a correr sin mirar atrás.
Pasó semanas en los bosques, evitando los caminos principales. Malnutrido y
harapiento, cuando hubo pasado suficiente tiempo y había logrado poner
suficiente distancia de por medio, Jaskier se aventuró a abandonar los terrenos
lacustres y buscar cobijo en alguna ciudad antes de que llegara el invierno.
Sin música con la que canalizar toda su
tristeza, ocultó en lo más profundo de su ser la desgracia que le acababa de
acontecer, enterrándola bajo gruesas capas de falso olvido. Como si fuera una
mera sombra de sí mismo, vagó por las calles de una ciudad costera que lindaba
con Londres, sobreviviendo como pudo. Recuerda aquella fase de su vida como una
pesadilla inusualmente larga; todo es neblina y nada puede recordarse
nítidamente. Aprendió a robar por necesidad. Pedía limosna y de vez en cuando
visitaba alguna iglesia que sabía repartía lo que les sobraba a los sacerdotes
de comer. Malvivió durante dos años y medio, sin ningún propósito en la vida
más que la férrea voluntad de permanecer vivo. Seguía recordando en sueños las
caras de los soldados de la iglesia que lo habían capturado y los fantasmas de
su familia en llamas se les seguían apareciendo, no siempre mientras dormía.
Lo inevitable llegó. Por muy cuidada que
tuviera su habilidad de robo, en épocas de necesidad no le llegaba lo suficiente
con lo poco que conseguía pidiendo, por lo que tenía que aumentar la cantidad
de pequeños hurtos que cometía. Fue cuestión de probabilidad que lo acabaran
sorprendiendo en mitad de uno de sus intentos.
El noble se apartó de él y llamó a los
guardias, que no tardaron en llegar. Jaskier corrió por las calles que tenía
casi memorizadas en su mente, pero la guardia no le perdió el rastro. En los
cortos instantes que se permitía mirar a sus persecutores, el joven veía los
rostros de los soldados religiosos que le perseguían en sueños. Sumido en la
profunda convicción de que aún lo perseguían por herejía y brujería, pese a que
aquellos hechos estuvieran más que olvidados, Jaskier siguió huyendo. Estaba seguro
que lo identificarían y llegó a la resolución de que debía abandonar la ciudad
y el país. Escabulléndose entre bultos, con las habilidades de subterfugio que
una vida en la mendicidad y el pillaje le habían otorgado, se coló de polizón
en uno de los barcos del muelle. Dejó en manos del azar su próximo destino.
Por una vez en su corta vida, la suerte le
sonrió. Podría haber entrado en un buque de guerra o en un barco de
contrabando, pero se topó con un navío mercante que iba a Nuevo Mundo. Por
ello, cuando acabaron por descubrirlo, no lo echaron por la borda o apresaron,
sino que lo enrolaron en la tripulación como mozo. Aunque le destinaron los
peores y más escatológicos quehaceres, Jaskier se sintió a gusto por primera
vez en años. Tenía comida suficiente para no pasar hambre, dormía en una dura
litera, pero suave como lecho de plumas comparado con los tejados de la ciudad.
El viento fresco y salado, la inmensidad del mar y el largo viaje a través de
los océanos despejó una parte de la mente que había quedado dormida,
arrastrando con ella algunos fantasmas de su pasado.
Había identificado entre la tripulación
alguien que, como él, no parecía un marinero. Quizá la mejor prueba es que se
pasó casi la primera semana de travesía echando por la borda más de lo que
conseguía retener en el estómago. Algo le era familiar en aquel viajero, pero
no alcanzaba a averiguar qué. Una noche de cielo despejado, cuando Jaskier
estaba demasiado cansado hasta para dormir, se encontraba observando las
estrellas en cubierta. El mar estaba en calma y parecía sumido en un amplio
silencio. Y de pronto, como si los ángeles despertaran de su letargo, un laúd
comenzó a sonar. Ni tan siquiera giró la cabeza para localizar su origen, en el
fondo ya sabía quién lo tocaba. Simplemente se quedó quieto, dejando escapar
una lágrima mientras miraba el firmamento, conforme cada acorde que el músico
rasgaba le traía un pequeño trozo de su sepultado dolor.
A la mañana siguiente se sintió más vivo que
en mucho tiempo. Había recuperado su tristeza, pero ahora sabía cómo
combatirla. La música había vuelto a su mundo. Y de pronto lo vio todo claro.
Si algo conseguía devolverle las ganas de vivir, sería la música que le dio
vida.
Al aproximarse a las costas del Nuevo Mundo,
el barco mercante fue asaltado por un navío pirata. Estaban lo suficientemente
cerca de la costa como para que Jaskier no se lo pensara dos veces y saltara
por la borda para alcanzar a nado la playa. Su nueva vida comenzaría en la
primera ciudad que encontrara.
******************
“Yo te maldigo ante los dioses, una y cien
veces.
Que tu música solo sea oída por la luna
llena,
que tus aullidos la busquen en las noches
negras.
Yo te maldigo ante los dioses, una y mil
veces.”
Lo último que se le cruzó por la mente antes
de perder el conocimiento fue un comentario satírico, una broma que no pudo
pronunciar: “Y ahora poesía. Genial”. Y es que como todo buen músico itinerante
que se precie, a Jaskier la poesía le parecía tan manida y vacía como una
comida sin especias. Las rimas debían acompañarse con las melodías de una dulce
voz, con los acordes arañados a un laúd, todo el mundo lo sabía. Pero aquello
no era poesía, aquello era algo que escapaba a su conocimiento. Algo que
suponía el fin de su vida tal y como la había conocido hasta ahora.
******************
Los harapos que le habían dejado en el barco
mercante poco le duraron. Nadie en su sano juicio emplearía a un andrajoso como
él, ni para el más bajo de los trabajos. Le gustaría que escribiera que no robó
más desde que abandonó Inglaterra, pero lo cierto es que al principio tuvo que
adquirir algo de dinero para invertir. Robó poco, lo justo, no quiso
arriesgarse. Una vez consiguió ropa decente, un buen afeitado, un corte de pelo
decente y dejar de oler a estiércol, se dispuso a buscar algún trabajo de poca
monta. Estuvo así semanas, pero lo que conseguía apenas le daba para vivir.
Poco a poco comenzó a darse cuenta de que le sería imposible ahorrar lo
suficiente para comprar un laúd, aunque fuera de segunda mano. Sin él, su carrera
como bardo estaría acabada antes de empezar.
También tenía claro que no quería robar, así
que se le ocurrió una idea que solo un artista de troupe podía llevar a cabo.
Ya había localizado un pequeño local con algunos artículos de empeño. Allí
había un laúd no muy lujoso, pero que llenaría las tabernas fácilmente. Sin
embargo no podía robar un laúd como si fuera un saquito de monedas. Es fácil,
con la práctica, deslizar la mano bajo las ropas de un despistado transeúnte y
sutilmente descolgarle la bolsa. Antes de que su víctima pudiera girar la
cabeza, Jaskier ya podía tenerla oculta y estaría saludando con un ademán
educado al pasar junto a él. Pero con el baúl no le valían esas tretas. Tendría
que ser más creativo.
Había elegido sus mejores ropas para el día
del espectáculo. Aunque estaban un poco gastadas, podría parecer el hijo de
algún ricachón heredero que, simplemente, ha tenido un duro y agotador viaje.
Se plantó frente a la puerta, respiró hondo mirando al piso y se sumió en su
papel. Entró con mentón erguido y paso distinguido como si poseyera aquel
establecimiento.
— ¿Qué va a ser? — preguntó el tendero con
desgana, sin siquiera levantar la cabeza.
— ¿¡Qué va a ser!? — imitó Jaskier, con su
mejor acento noble. — ¿Quieres decir con eso decir que no está listo?
Sonaba irritado. Quizá esa fue la señal que
finalmente hizo al dueño del local levantar la vista. Su rostro pareció cambiar
al instante. La pose erguida, la resolución que solo el hijo mimado de un noble
podría tener, la ira que sus ojos centelleaban. Jaskier sabía cómo trataban a
la plebe las clases altas, lo había sufrido en sus propias carnes en sus
angustiosos días en la ciudad inglesa. Y sabía cómo reaccionaban a dicha
prepotencia.
— Yo- yo... — balbuceó. — No sé si...
— ¿Acaso no sabe quién soy? — se llevó una
mano a la cara sin esperar que respondiera. — Vengo a por mi laúd. No me diga
que después de un mes entero no lo tiene aún arreglado.
— No sé... — aquel tipo dudó y se calló. No
tenía ni idea de qué hablaba el joven, pero sabía que no quería llevarle la
contraria a alguien tan influyente como el que tenía delante. — No está listo
señor.
— ¿Con qué se supone que tengo que practicar
ahora? — preguntó, al borde de la cólera. — Vengo de un viaje larguísimo, — Se
señaló sus ropas, probando sus palabras. — ¿y me estás diciendo que ahora no
podré practicar, después de tanto tiempo sin hacerlo? Tengo los dedos
entumecidos, debería estar tocando hace horas para no perder...
— No tengo su laúd. — interrumpió. Querría
haber dicho que “ni lo tendría jamás”, pero ni siquiera pudo aguantarle la
mirada a Jaskier tras interrumpirle. — Pero podría practicar con ése.
El tendero señaló al laúd de segunda mano que
había en el expositor. Jaskier se volvió con cara de pocos amigos, como
diciéndole a aquel buen hombre que no era tiempo para bromear. Era un buen
laúd, pero no tanto como para las delicadas manos de un noble.
— ¿Hablas en serio?
— Mientras acabo el arreglo del suyo, señor.
— se apresuró a añadir. — ¿T-tiene el resguardo? — Jaskier abrió más aún los
ojos. — Para comprobar de qué laúd se trata.
— Venga ya. No irá a decirme que en esta
tienducha alguien más le ha dejado tan buen instrumento para que lo arregle. —
Su tono había cambiado completamente. Parecía incluso bromear. — Me llevaré
este para practicar, pero si me rompo un dedo, mandaré a que le rompan a usted
dos. — “¿Entendido?”, gritaba su mirada. — En tres días vendré con esta basura
y su resguardo para recuperar mi laúd.
— ¿No va a pagarlo?
Jaskier ni se molestó en pararse para
contestar, pero tampoco nadie le detuvo el paso.
******************
La vida le sonreía. Desde su más temprana
infancia hacía que no se sentía tan bien. El recuerdo de sus padres seguía ahí,
formaba parte de él, pero había conseguido retomar su vida aunque la hubiera
postergado tantos años. Al principio vivía un poco de las propinas, tocando en
distintas tabernas de un grupo de pueblos cercanos a la costa. Pero poco a poco
su excepcional música le fue abriendo puertas. Consiguió caer simpático a un
posadero que le ofreció uno de sus peores cuartuchos a cambio de que tocara
asiduamente en su local. También podría comer allí. Eso le propició mayor
libertad para componer y moverse por otros lugares.
Pronto lo conocieron por Jaskier
Dedosligeros, o Dedosligeros simplemente. Jaskier no podía evitar reír para sí
cada vez que escuchaba aquel sobrenombre: parecía que elogiaban su pericia al
robar, más que al tocar el laúd. Viajaba mucho, repartiendo su música por las
distintas islas del Caribe, cuando le concedían permiso en la posada. Estos
permisos eran hasta de semanas a veces, ya que la enfermedad del dueño le obligaba
a cerrar el local muchas noches.
Había llegado a una pequeña isla donde solo
había unas pocas y aisladas aldeas. El resto de la superficie estaba ocupada
por largas extensiones de jungla donde los salvajes residían. Aún así, aquellas
pequeñas aldeas eran el único nexo de unión con la civilización y hacía mucho
que los salvajes y los aldeanos habían perdido el miedo mutuo, aunque seguían
tratándose el mínimo indispensable. La semana que estuvo en aquella isla, Jaskier
se cruzó un par de veces con una joven salvaje de hermosura tan natural que
ensombrecía a cualquier pueblerina de los alrededores, aún sin maquillaje ni
ostentosas vestimentas. El joven pelirrojo la había sorprendido mirándole un
par de veces mientras tocaba en la plaza del pueblo, una de esas canciones
subiditas de tono que tanto gustan a los aldeanos. No tardó en centrar su
atención en ella y al cabo de un par de días la hubo cortejado, ayudado por la
inocencia de la joven salvaje.
El romanticismo rodeaba a la vida de un
bardo, pero nunca llegaba a tocarlo. Eran muchas las que cedían a los encantos
de su dulce voz y su asombrosa habilidad con el laúd. Después de tocar había
despertado tales sentimientos en las mujeres del lugar que no le era complicado
vivir un romance cada vez que viajaba. O dos. Pero no eran más que banales
relaciones que duraban días, a lo sumo. Aunque hubiese querido no podría haber
tenido alguna relación estable dado la intensidad de su trabajo. Si lograra
encontrar un mecenas que lo avalara podría relajarse un poco y pensar en
plantar cabeza, pero su lengua no paraba de meterle en problemas, espantando a
los pocos ricachones que se le acercaban. En definitiva, de efímeros romances
vivía y aquella ocasión no iba a ser distinta.
Lo salvajes, por el contrario, tenían otra
manera de ver la vida. Cuando el padre de la joven, que resultó ser el chamán
de la tribu, se enteró de sus encuentros, intentó ser comprensivo y propuso unir
a los jóvenes en una especie de arcaica celebración de matrimonio. Con este
propósito, aunque ocultándoselo, la joven salvaje guio a Jaskier hasta su
tribu. Éste la siguió, pensando que sería algún otro juego, que irían a buscar
la privacidad de la jungla. Se paró en seco cuando vio adónde se dirigía. Tras
unas pocas palabras dulces de la joven, Jaskier cedió y continuó su camino
hasta el centro del asentamiento salvaje, donde parecía que toda la tribu se
había reunido. Aunque quizá siguiera caminando al ver los guerreros que se
acercaban para escoltarlos y no por complacer a la joven.
— ¿Preparado para unirte a Pentha ante los
dioses? — preguntó con un marcado acento. El chamán y padre de la joven parecía
no querer andarse con rodeos.
— ¿Disculpa?
— Dioses aquí para unir vuestras almas.
— ¿Estás de coña? — rio, comprendiendo
finalmente. Toda la tribu enmudeció.
— Tú deber vivir con Pentha, dar hijos y
servir tribu. — añadió el chamán, reuniendo la poca paciencia que le quedaba.
— Ni hablar. — contestó Jaskier seriamente.
Tiró de la mano de la joven que le sujetaba
la muñeca y dio un par de pasos hacia atrás. Casi al unísono, una perlada
lágrima recorrió la oscura mejilla de Pentha, pues sabía qué significaba aquel
desaire en un lugar sagrado como aquel.
— Tú insultar nuestros dioses. — dijo el
chamán mientras hacía un ademán para que los guerreros detuvieran la torpe huida
de Jaskier. Parecía esbozar una sonrisa divertida, como si esperara aquella
resolución de los acontecimientos. — Ahora necesitan sacrificio, dioses enseñar
a ti su ira.
Al caer la noche se encontró atado a un
tronco en el centro de un círculo que habían dibujado los ayudantes del airado
chamán. Bailaron en torno a él, bebieron extraños brebajes y lo escupieron
sobre su capa verde. Siguieron danzando durante horas hasta que el padre de
Pentha se le acercó, ataviado con sus vestimentas de brujo. Durante sus viajes
había aprendido lo suficiente de aquel primitivo lenguaje como para entender el
hechizo que tendió sobre él.
Tras aquel extraño poema, Jaskier había
perdido el conocimiento. Despertó en el mismo lugar donde se había realizado
aquel ritual, pero estaba desatado. Un rápido vistazo al cielo para localizar
la luna llena le indicó que aún quedaban un par de horas para el amanecer.
Supuso que Pentha se había apiadado de él y lo había liberado cuando todos
dormían, pero no estaba dispuesto a comprobar su teoría sino a abandonar la
jungla bajo el amparo de la noche lo antes posible. Recogió su laúd que había
dejado a las afueras del pueblo, se ajustó su capa en torno a su cabeza para
mimetizarse con el entorno y corrió como si le persiguiera el demonio.
No llegó muy lejos. Cuando la luna se ocultó
para dar paso al sol, Jaskier cayó al suelo. Una repentina punzada de dolor le
recorrió cada músculo de su cuerpo, tan intensa que volvió a desmayarse. Se
despertó envuelto en un millar de fragancias y distraído por los sonidos de la
jungla que ya no eran un mero murmullo en sus oídos, sino una sinfonía alta y
clara. Fue a echar mano a su laúd, pero lo que se posó sobre la madera de éste
fue una zarpa blanca y rojiza. Dio un salto al instante, asustado, pero su
asombro aumentó aún más cuando vio cuánto se había elevado en el aire y el poco
esfuerzo que le había costado. Aterrizó sobre cuatro patas, tremendamente
confuso. Trató de erguirse y correr, pero trotó sin levantarse del suelo y salió
huyendo. Encontró un pequeño charco donde se asomó, descubriendo su nuevo
rostro. De pronto lo comprendió todo. Las palabras de ese torpe poema se
repetían vertiginosamente en su cabeza, una y otra vez, hasta que casi
enloqueció y corrió de nuevo. Volvió junto a su laúd, esperando encontrar sus
ropas además de éste. Sin embargo su capa había quedado reducida al pañuelo que
rodeaba su peludo cuello y el resto de sus prendas parecían haberse esfumado.
Entre sus fauces posó su instrumento, con la misma delicadeza que lo hubieran
hecho sus entrenados dedos, llevándolo y guardándolo en el vacío tocón de un
árbol que encontró.
Corrió, o más bien galopó, hasta donde había
despertado horas atrás, pero no encontró nada salvo el árbol al que había sido
atado. Ya estaba bien entrado el día y aquella tribu se movía por toda la isla,
por lo que no fue extraño no encontrarlos allí. Jaskier los buscó durante días,
incansable, sin pararse a buscar algo que comer, pero no había ni el más mínimo
rastro de ellos. Se habían esfumado de la isla, o eso pensó el cachorro de
pelaje rojizo cuando, rindiéndose, puso rumbo a la costa. A la civilización.
******************
No es que aquello tomara por sorpresa a Jaskier,
pero un perro que habla no es bien recibido en ninguna parte. Pronto aprendió a
callar y comportarse como un perro más del lugar, obteniendo como premio a su
buena conducta algún alimento de vez en cuando, por parte de los aldeanos.
Continuaba viajando a menudo al interior de la isla, en busca de la tribu de
Pentha, pero no había conseguido encontrar ni la menor señal de que siguieran
en la zona.
Pronto aprendió a cazar, aunque quizá esa sea
una errónea forma de describirlo. Más bien se dejó llevar por sus instintos
animales y comenzó a buscar la carne fresca en la jungla, desdeñando las sobras
de los pueblerinos. Conforme el tiempo pasaba, su lado salvaje se adentraba más
en su mente y Jaskier, sin voluntad de vivir, se dejaba llevar.
Los años pasaron y Jaskier ya había viajado
por varias islas, colándose en los navíos. Buscaba algún hogar caliente en las
noches de invierno, comida y, por último en su lista de prioridades, la
solución a su gran problema. Solo en los momentos de lucidez, cuando el humano
que llevaba dentro recuperaba el dominio sobre sí, investigaba como podía,
intentando encontrar la manera de eliminar la maldición que habían impuesto
sobre él. Pero esos momentos eran cada vez más escasos. Ya no hablaba, aunque
fuera solo, para seguir recordando el sonido de su voz. El perro tenía dominio
casi total sobre sí. Con el paso del tiempo, hasta razonaba como tal y las
noches de luna llena que pasaba como humano no eran más que recuerdos lejanos,
casi oníricos.
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