Cruzada ya
la zona de mayor fiereza, que había besado la proa con fuerza, seguían buscando
el centro de la tormenta. El tambor sonaba aún ligero, presto a cualquier otro
brusco cambio del tiempo. Surcaban las bravas olas, cortaban el turbulento mar,
pero no lograban encontrar el ojo de aquella demente tempestad. Ni tan siquiera
alcanzaban a vislumbrar el final de tan agónica huida.
El tambor
seguía su ritmo incansable. Los brazos del tamborilero podrían seguir así hasta
el alba mas, ¿cuánto podría aguantar el pellejo que vibraba tras cada golpe?
¿Cuánto aguantarían las dos docenas de almas que movían los largos remos bajo
la tempestad? Ni centro ni fin de la tormenta se atisbaban, pero el tambor no
dejaba de sonar.
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